Por lo general, cuando decimos que alguien está “dando vueltas”, queremos decir que sigue volviendo al mismo lugar o problema donde comenzó, que no está progresando ni logrando nada.
En términos de movimiento, estamos dando vueltas todo el tiempo:
– Cada persona en la superficie de esta tierra rotativa está dando vueltas a 1,000 millas por hora, ya que la circunferencia de la tierra es algo más de 24,000 millas.
– Toda la tierra y todos los que viven en ella giran alrededor del sol a una velocidad de aproximadamente 67,000 millas por hora.
– Todo el sistema solar se mueve alrededor del centro de la galaxia a una velocidad de más de 500.000 millas por hora.
En términos del curso de nuestras vidas, tendemos a dar vueltas la mayor parte del tiempo, a menudo viviendo sin rumbo fijo con poco o ningún sentido de destino.
Cuanto mayores somos, más conscientes somos de la velocidad de nuestras vidas—y de la inminencia de su final, de la muerte.
Hay una pregunta hermosa y sorprendente en La Liturgia de las Horas (Semana II, Lunes, Oración de la mañana, Antífona 1): “¿Cuándo llegaré al final de mi peregrinaje y entraré en la presencia de Dios?”
Es una forma interesante y desafiante de describir el curso de la vida de uno, ¡como una peregrinación!
Una peregrinación generalmente significa un viaje exigente, de costumbre largo, a un lugar especial, a menudo un lugar extraño o sagrado—y, por supuesto, el viaje necesariamente tiene un propósito.
Emprendemos una peregrinación a pesar de sus privaciones, dificultades y peligros debido a nuestro vivo deseo de alcanzar su objetivo, llegar a nuestro destino.
Como caminantes, viajeros, peregrinos, no tenemos miedo del final de nuestro viaje, no lamentamos que el viaje terminará—anhelamos alcanzar el final, nuestra meta.
Dar vueltas no es necesariamente un desperdicio. Si subimos una escalera de caracol, aunque damos vueltas, también estamos progresando, subiendo cada vez más.
Dar vueltas es un aspecto fundamental de nuestras vidas. Pero, sin un propósito, meta o destino, sin progreso o logro, nuestras vidas pueden ser vacías y terriblemente sin sentido.
Para algunas personas, una pregunta como “¿Cuándo llegaré al final de mi peregrinaje y entraré en la presencia de Dios?” no es más que “charla religiosa” sin sentido.
Es una descripción profunda de nuestras vidas. Tal vez no nos demos cuenta de todo sus implicaciones, pero da algún propósito, poder y satisfacción a nosotros, criaturas humanas en constante movimiento.
La vida no es un tiovivo. No solo disfrutamos del viaje hasta que termina. Y, el viaje no es necesariamente agradable.
La vida no tiene efecto búmeran. No estamos tirados, viajando mucho y lejos, terminando agotados no muy lejos de donde comenzamos.
La vida no es un viaje en tren que nunca termina; no somos vagabundos sin una estación en la que bajamos; tenemos un lugar adonde ir y esperanza para el mañana.
Si la vida es una peregrinación con su misterioso destino, “la presencia de Dios”, ¿por qué no nos preparamos para el viaje?
¿Por qué estamos abrumados por cosas inútiles, no viajamos livianos, no estamos en guardia contra los desvíos y bloqueos?
Está bien dar vueltas si estemos haciendo espirales y si, sin importar que intrincada sea la ruta, estemos progresando hacia nuestro destino final.
(Una traducción del inglés)
9 de agosto de 2020