Jeremías es un hombre tranquilo, descendiente de una familia de sacerdotes, un joven soltero que no se hizo notar en nada en su pueblo de Anatot, hasta el día que Yavé lo viene a buscar y se adueña de él casi por la fuerza. Durante cuarenta años, este hombre humilde será la voz de Yavé en Judá y al final presenciará la destrucción del reino de David.
En el libro de Jeremías encontramos la Palabra de Yavé, pero también a la persona conmovedora del mismo Jeremías. Ningún profeta es una simple voz o un títere: Jeremías menos que cualquiera. Todo lo que dice le sale del corazón. Jeremías lleva en sí el sufrimiento y la vergüenza de Yavé traicionado y al mismo tiempo, como israelita, comparte en lo más profundo de su carne las angustias y la desesperación de su pueblo devastado por el hambre y los horrores de la guerra.
El que amenaza a Judá y le profetiza la muerte no es un fanático. Es un hombre sencillo, desgarrado por su propia misión. Su libro lo muestra a veces desesperado y, otras, sublevado en contra de las exigencias de Yavé. Algunas páginas llamadas “Confesiones” de Jeremías nos dan a entender que gozaba de una intimidad excepcional con Dios, pero solamente nos relata los momentos en que éste lo mantuvo en su ingrata misión y como a la fuerza.
La misión de Jeremías fue exteriormente un fracaso: no salvó a Israel de la destrucción. En realidad, en la persona de Jeremías Dios sembró en su pueblo la semilla de una nueva religión. Cuando los profetas posteriores se refieran a un Salvador sufrido, cuando Jesús hable de una Nueva Alianza, o cuando Pablo esté luchando contra los judíos, cada vez se recordará la imagen de Jeremías.
Después se tejió una leyenda en torno a su nombre (v. 2 Mac 2, l), como para Moisés y Elías.