Oseas permanecerá como el profeta engañado por su esposa, a la que, a pesar de todas sus infidelidades, no dejó de amar. Dios que lo llamó para hablar en su propio nombre a un pueblo idólatra y materializado, quería que su profeta hubiera experimentado el dolor y la vergüenza del esposo traicionado. Los profetas nos revelan a un Dios que siente por los hombres un amor tan real y tan personal que se puede expresar con palabras humanas. El profeta, después de ser llamado por Dios, ha recibido el privilegio de sentir y ver las cosas a la manera de Dios: Oseas entonces va a llevar la misma cruz que El: amar y perdonar constantemente a una esposa liviana e infiel. Y por otra parte, gritará a Israel la indignación de Yavé frente a sus pecados.
Oseas empezó a predicar como en el año 746, es decir, al final del próspero reino de Jeroboam II en Israel del norte. Inmediatamente después, iban a empezar los veinte años de decadencia que tendrían por conclusión la toma de Samaria y el destierro de sus habitantes (721). Oseas se levanta para acusar y amenazar al pueblo que vive despreocupado con cierta riqueza que acalla toda inquietud.
Continúa su predicación mientras el reino va decayendo: anuncia el castigo del pueblo irresponsable e infiel a la alianza de su Dios. Pero comprende que Dios es un educador que no permite sin razón las desgracias y aun la destrucción de la nación. Por ese medio, Israel va a volver a ser lo que era cuando Yavé lo tomó de la mano al sacarlo de Egipto: será un pueblo pobre y humilde, capaz de seguir a su Dios con fe y amor.
El libro de Oseas comienza con el relato del fracaso de su vida conyugal que se aplica a Israel infiel a Yavé (caps. 1-3).
Después vienen los capítulos 4-13 en que se mezclan reproches, amenazas, invitaciones a la conversión y anuncio del destierro. En todo esto se trata en realidad del amor menospreciado de Yavé.
Un último párrafo 14, 2-10, abre una esperanza para el futuro cuando Yavé haya quitado a Israel todas las riquezas en que confiaba.