No sabemos casi nada de la actividad del apóstol Pedro desde el Concilio de Jerusalén, por el año 49 (v. Hechos 15), hasta el momento en que escribió esta carta hacia el año 64. Es seguro que se dirigió a Roma. Estando encargado de toda la Iglesia, debía ir al centro del mundo romano, como Pablo, aunque con motivos diferentes.
Una muy antigua tradición asegura que fue muerto en la persecución de Nerón, el año 66, y que fue sepultado en los terrenos de la loma Vaticana. Investigaciones llevadas a cabo estos últimos años permitieron descubrir una tumba y huesos señalados por varias inscripciones, que casi con seguridad son los del apóstol, Primera Piedra de la Iglesia.
Por lo tanto, fue poco antes de su muerte cuando desde Roma escribió esta carta. No tenía el genio ni el talento literario de Pablo. Más bien, se dirigió con palabras sencillas a los cristianos de la provincia de Asia, donde empezaban las primeras persecuciones. No se preocupa como Pablo por aclarar y defender la fe. Trata de dar ánimo a creyentes que sufren, presentándoles el ejemplo de Cristo y explicándoles las consecuencias del bautismo.
En esta carta de Pedro, todo lo que va de 1,3 a 3,7 se parece mucho a la ceremonia del bautismo en la primitiva Iglesia: himnos, homilía sobre el rito y sobre la vida cristiana. Claro que falta el rito mismo del bautismo. Pero encontramos la liturgia de este sacramento, tal corno se practicaba entonces. Para Pedro era una manera excelente para recordar a sus lectores su condición de cristianos.
El final de la carta nos dice que Pedro encargó su redacción a Silvano, que había sido discípulo de Pablo. De ahí puede provenir que varios lugares se encuentren parecidos con las cartas de Pablo.