El pequeño libro del Eclesiastés es en la Biblia como la pimienta en una comida. En medio de tantos libros que recalcan las promesas de Dios e invitan a la esperanza, el Eclesiastés presta su voz a los desengañados de todos los tiempos.
Investiga la condición del hombre en la tierra y concluye: “mañana será lo que fue ayer”. Y mientras los demás libros nos invitan a buscar la justicia, confiados en Dios, el Eclesiastés afirma: “Hay justos que perecen, mientras permanecen los malos, no seas justo sobremanera”. Cree en Dios, pero parece que Dios no interviene en los asuntos humanos.
Sin embargo, el presente Libro fue reconocido como Palabra de Dios después que un discípulo del Eclesiastés lo hubo completado con varias sentencias afirmando que Dios recompensará a cada uno según lo merezca.
Así, pues, las reflexiones desilusionadas del sabio que escribió el Eclesiastés son palabra de Dios y dicen algo que no debemos callar. Mientras más se proclaman las esperanzas que nos ofrece el Padre, es más necesario recordar lo insatisfactorio de la vida presente. Para quien no tenga la luz de Cristo, la vida no tiene sentido. Es inútil ilusionarse con gozos y éxitos efímeros: la muerte lleva todo a la nada, y aun antes de morir, los hombres más responsables se amargan y aburren al pensar que “se irán como han venido y que trabajaron para el viento”.
El que escribió este libro en el siglo IV o III antes de Cristo, hizo lo que ahora hacen muchos escritores y poetas que firman sus obras con un seudónimo, o sea un nombre inventado. Presenta su enseñanza como si fuera la del rey Salomón, hijo de David. Se sabe que Salomón tenía reputación de hombre muy entendido en la sabiduría humana. Aquí Salomón es llamado “el Eclesiastés”, o sea el que convoca la asamblea para enseñar a sus hermanos.