Esta acción enérgica de Cristo pone de relieve su intención de transformar las prácticas religiosas: el culto y el templo mismo.
En este templo, objeto del orgullo y de la seguridad de los judíos, Cristo dice: Destrúyanlo, y en tres días lo levantaré de nuevo. Es una expresión que se puede entender de dos maneras y Juan recalca de inmediato el Templo del que Jesús hablaba era su propio cuerpo. El templo maravilloso de Jerusalén, representaba un santuario más perfecto: el Cuerpo de Cristo.
Jesús, en unión con los suyos, es el nuevo Templo. El Templo de Jerusalén puede ser destruido (como lo será efectivamente cuarenta años más tarde por los ejércitos romanos). Mas a Jesús no lo destruirán: resucitará al tercer día.
Los hombres se construían templos, necesitaban lugares de reunión para contemplar algo más grande. Buscaban lugares donde encontrar a Dios y lograr sus favores. Con la venida de Jesús, el Padre se hizo presente por medio de su Hijo. El será en adelante el centro de unidad de todos los hombres; él tiene a su disposición todo el conocimiento de Dios y todas las riquezas de su amor para con los hombres.
En este caso comprobamos que cada acción de Jesús encierra mil sentidos diferentes. El patio del que Jesús expulsa a los vendedores es el lugar que los judíos reservaban a los extranjeros cuando venían a adorar a Jerusalén: al limpiarlo, Jesús anuncia el día en que los extranjeros sean, al igual que los judíos, el pueblo de Dios.
Me devoro el celo por tu Casa. Este celo de Jesús por la Casa de su Padre lo va a devorar, o sea, lo va a llevar a la muerte: y, por coincidencia, el que sacaba provecho de los negocios en el Templo era Caifás, jefe de los sacerdotes, el mismo que condenará a Jesús. A ejemplo de Jesús, quien se empeñe en abrir la Casa de Dios a los que están afuera, o se preocupe por eliminar los escándalos de la Iglesia encontrara oposición.