Al principio era El Verbo, o sea, la Palabra. El Evangelio de Juan empieza en lo íntimo de la vida misteriosa de Dios. Dios no es soledad sino Vida. Junto al Padre existe El Verbo. El Verbo es alguien, Cristo, nacido del Padre, su perfecta imagen, su expresión, su palabra.
Los hombres han conocido siempre algo de la Palabra de Dios. Estaba en medio de ellos. Es la Luz que vislumbran en las maravillas de la creación y en el progreso de la historia. Es la Luz que ilumina su conciencia.
Pero la Palabra se hizo carne, es decir, se hizo hombre en la persona de Jesús, para convivir con los hombres y traerles la vida del mismo Dios. Así entró “el Dios Hijo único” en la historia, vino a Israel y Juan Bautista, que lo reconoció, fue quien lo presentó al pueblo.
Esta presentación o prólogo se compone de tres partes separadas por dos estrofas referentes a Juan Bautista. De entrada, Juan nos presenta dos mundos: el de arriba, mundo de luz, de amor, de libertad; y el de abajo, mundo del odio y de la esclavitud, sometido a Satanás, en el que están los hombres.
La primera parte nos transporta al seno de la vida misma de Dios. “La Palabra” es alguien al lado de Dios y es Dios. Dios hizo la creación por medio de Él, su palabra, mirándolo a Él, su imagen. Desde toda la eternidad están en Él la Vida y la Luz que necesitan los hombres. Él se las comunicará, pero por medio de una lucha, ya que la Luz debe penetrar en nuestro mundo donde reina Satanás.
La segunda parte dice cómo vino “la Palabra” en “la carne”, cómo penetró la Luz en el mundo. Hubo varias venidas. Estaba presente en la creación: era la Sabiduría de Dios que se puede descubrir en el mundo pero los hombres no la reconocieron. Vino entonces “a su propia casa”, es decir, a su pueblo, a Israel, y les habló por medio de los profetas, y tampoco lo quisieron recibir. Llegó entonces hecho hombre entre los hombres para tomarnos de la mano y guiamos hasta el Padre. Dios había hecho una alianza y dado una Ley, por medio de Moisés, pero los hombres no podían guardar la verdadera ley que es el amor. Entonces vino Él mismo a establecer esta alianza “en el amor y la fidelidad”, entre Dios y los hombres, como lo habían anunciado los profetas (v. Oseas 2, 16).
En la tercera parte, Juan contempla maravillado lo que recibimos de Él: gracias sin medida, amor y fidelidad, es decir, las bodas del hombre con Dios, y el acceso al misterio más íntimo del Padre.
Al principio era El Verbo, la Palabra. No pocos se preguntarán por qué Juan, a diférencia de los otros apóstoles, llamó a Jesús “la Palabra”, y no el Hijo. Quiere enseñarnos que antes que naciera Cristo, ya estaba en Dios, no como una forma de hombre sino como la Expresión eterna e invisible del Padre.
Al principio, existía esta Palabra única, en la que Dios dice todo lo que es, en la que expresa toda su vida como Dios, y en la que se contempla a sí mismo. De esta contemplación silenciosa, brota el Espíritu Santo. De este centro de vida y de amor, viene todo lo que encontramos en el mundo: luz, vida, verdad, amor.
Ya el Antiguo Testamento había vislumbrado algo del acercamiento de Dios a los hombres. Si los judíos estaban tan apegados a su Templo de Jerusalén, es porque creían que ahí descansaba “la presencia” de Dios. Cuando leían la Ley, es decir, la Biblia, estaban convencidos que en ella se había materializado “la Palabra” de Dios. Siendo un pueblo aparte de los demás, imaginaban que “la Sabiduría” de Dios había venido a quedarse entre ellos para comunicarles sus riquezas (v. Prov 7, 22-36 y Eccli 24, 2-39).
Juan parte de esta fe de Israel; pero da el paso decisivo hacia la verdad: la Palabra de Dios no es tan sólo un sonido o un libro, aunque éste sea la Biblia. “La Palabra”, o mejor dicho “La expresión” de Dios, es Alguien, y ése es Cristo.