Este poema fue dicho posiblemente en el año 732 cuando el rey de Asiria destruyó a Israel, el pueblo hermano y enemigo. Según la costumbre de los asirios llevó al otro extremo de su imperio a una parte de la población. Eran los pobladores del territorio de Zabulón y Neftalí, que siglos después pasaría a ser la Galilea. Dispersos entre los paganos, salían de la Historia Sagrada, para entrar en las tinieblas.
La liberación que se les promete es presentada como una victoria aplastante de Yavé, que inaugurará un reino de paz, asociado a la persona de Emanuel, el niño recién nacido.
El pueblo que andaba en las tinieblas vio una luz intensa. El Evangelio (Mateo 4,15) reconoce en ese pueblo a las muchedumbres a las que se dirige Cristo.
Pueblo subyugado por los opresores de toda clase.
Pueblo que busca la luz y no tiene esperanza.
Un niño nos ha nacido, el varón que ha de dominar la tierra y quebrar el orgullo de las naciones.
El Príncipe de la Paz quema los equipos militares.
Consejero admirable, es decir que participa en el consejo celestial en que Dios toma sus decisiones.
Padre de una nueva raza, como fue Abraham; Héroe como David, el rey luchador.
Todo esto lo esperaba Isaías para pronto. Sin embargo, como se dijo respecto a 7,10-25, en ese momento no hubo otro descendiente de David sino Ezequías, en el que se manifestaron sólo algunos rasgos de Cristo, Príncipe de la Paz.
NO DEJAMOS DE ESPERAR
En la Biblia abundan los ejemplos de esta promesa de Dios que parece estar por realizarse el día de mañana:
– A Abraham se le promete un hijo y nace Isaac; pero la descendencia verdadera es Cristo. Se le promete una tierra para sus hijos, y de hecho poseerán la tierra de Canaán, pero la tierra verdadera es el reino de Dios.
– A David se le promete un heredero y un reino definitivo; pero Salomón no es el rey definitivo: lo seré Cristo.
Al respecto conviene leer el capítulo 11 de la carta a los Hebreos que demuestra cómo los hombres, siglo tras siglo, van buscando la ciudad definitiva.
Es que la Biblia nos enseña a esperar. Nos muestra una serie de metas que debemos anhelar y conquistar; así nos vamos superando hasta que nos fijemos solamente en la herencia que Dios nos prometió más allá de la muerte. Pero desde ya, en cualquier acontecimiento feliz, como por ejemplo en la alegría de un hijo recién nacido, el creyente reconoce un signo del reino de Paz que Dios realizará.