Este es el segundo de los cuatro poemas que presentan al Mesías venidero como el perfecto Siervo de Yavé. El Siervo de Yavé proclama su misión y cuenta sus pruebas, como lo había hecho Jeremías.
Llamado por Dios desde el seno de su madre como Jeremías (v. Jer 1,1) y como lo será más tarde Juan Bautista y Pablo. Se compaginan la designación misteriosa de Dios que llama a una persona determinada a un papel excepcional y la respuesta de éste, que acepta su misión.
—Hombre de la Palabra: como Jeremías cuyas palabras destruían las naciones, sus palabras serán la espada vencedora. Él es el último recurso, la flecha reservada por la cual Yavé vencerá.
—Siervo de Yavé, totalmente entregado a su misión, que se cansó y aparentemente no tuvo éxito hasta que Yavé diera fruto a sus trabajos. Estas pruebas serán más detalladas en los otros dos poemas.
—Designado para una misión universal, a diferencia de los profetas que hasta entonces solamente reunían las tribus de Israel. Nótese la fe extraordinaria del profeta que escribió estas líneas. Viviendo en un grupo de desterrados, anuncia la venida entre los suyos del que dará la luz a todos los pueblos.
El Nuevo Testamento reconocerá el Siervo de Yavé en Jesús. Jesús “que no nació de la carne ni de la sangre sino que nació de Dios” (Juan 1,13).
Él es la palabra de Dios, espada afilada (v. Hebreos 4,12 y Apoc 19,5).
Él es el siervo obediente que fue humillado y que Dios glorificó (Fil 2,8).
Él es la luz de las naciones (Lucas 2,32).
En realidad cuando leemos atentamente lo que aquí se dice del Siervo de Yavé y lo que en otros lugares se dice de la comunidad de Israel, la cual también es “siervo de Yavé” (ver 44,1), se notará la semejanza. Tanto la Iglesia en su conjunto como los creyentes deben ser el siervo de Dios y se ha de verificar en su vida lo que se anunció especialmente de Cristo. Pablo, por su parte, estaba consciente de llevar esta semejanza; v. Gal 1,15-16; Hechos 13,47; 2 Cor 10,4; 2 Cor 12,8).