Pablo y sus compañeros. Una vez empezada la misión, Pablo se impone como responsable. No han demorado en Chipre; no hicieron sino, dejar grupos de creyentes instruidos rápidamente.
Al llegar al continente, a la región dura e inhóspita de Perge, Juan Marcos se separa, posiblemente asustado por los atrevidos planes de Pablo. Penetran en la cordillera de la actual Turquía y van hasta el corazón de la provincia de Pisidia, a Antioquía (que no hay que confundir con la otra Antioquía).
Lucas relató detalladamente los acontecimientos de Antioquía de Pisidia, porque fueron típicos de la situación que Pablo iba a enfrentar en diversas partes del imperio romano.
Pablo habla en la reunión del sábado en la “sinagoga” (casa de oración de los judíos). El culto se componen de salmos y de lecturas bíblicas (del Antiguo Testamento, por supuesto). Luego uno o varios de los responsables hacen comentarios o exhortaciones.
A Pablo, por deferencia, porque es extranjero, lo invitan a tomar la palabra. Pablo entonces habla de Jesús como de quien vino a dar la respuesta a las esperanzas del pueblo judío. No disimula lo que más escandaliza y más desafía a nuestra inteligencia: proclama a Jesús resucitado.
Tal vez nos parezca aburrido este discurso en que Pablo, lo mismo que Pedro (cap. 2) y Esteban (cap. 7) cuentan la historia de Israel. Esa era la manera de predicar y argumentar de los judíos. Exponían la historia de su pueblo, poniendo de relieve una serie de hechos que trazaban como un camino o una línea necesarios, para interpretar el conjunto. Pablo y los apóstoles en su predicación, revelan el verdadero sentido de la historia. Empiezan por los acontecimientos del Antiguo Testamento y demuestran que en la resurrección de Cristo se halla el cumplimiento de todas las esperanzas de los hombres. Ahí hay una enseñanza para los apóstoles de todos los tiempos. Debemos buscar la continuidad entre lo que Dios hizo en otros tiempos y lo que hoy sucede; debemos relacionar los acontecimientos actuales con el Evangelio, para mostrar a todos cómo Dios sigue actuando en nuestro tiempo.
El público reacciona en diversas formas. Los que escuchan no son sólo judíos, sino que también hay de esos temerosos de Dios que ya encontramos en la persona del etíope (8,30) y de Cornelio, considerados por los judíos como creyentes de segundo rango.
Ahora bien, desde las primeras palabras, Pablo los saluda al igual que a los judíos, y después, en su predicación no vuelve a insistir en los privilegios de los judíos. Más bien declara superada la “Ley de Moisés”, que mantenía alejados a los prosélitos, atraídos por la fe en el Dios Único de los israelitas. Por eso, se entusiasman por un Evangelio que los hace hijos de Dios al igual que los judíos.
Todos invitan a Pablo a que hable sobre el mismo tema el sábado siguiente. Pablo toma en ese momento una decisión importante: En vez de encerrarse entre los judíos, durante la semana, va con preferencia a los “temerosos de Dios”, a los que conquista por su total ausencia de racismo. Ellos, a su vez, atraen a mucha gente a la reunión del sábado siguiente; ahí se juntan paganos que nunca se habían comprometido con los judíos.
Entonces se produce la crisis. La asamblea se divide en dos bandos. Los judíos más cerrados y orgullosos se asustan al verse invadidos por esos paganos “impuros”, se oponen a Pablo, e incluso tratan de echarlo fuera por cualquier medio. Intervienen las mujeres ricas y piadosas. Desde ese momento, se constituye una comunidad cristiana separada de la de los judíos.
Se insiste en la alegría de los que antes no eran creyentes de primer plano y que ahora descubrieron a Jesús. Se admiran al experimentar la fuerza del Espíritu Santo y al ver cómo Dios se vale de acontecimientos para fortalecer a la comunidad.
Creyeron los que estaban destinados a la vida eterna. Esa expresión no condena a los que no creyeron (y sabemos que muchos hombres nunca oyeron hablar de Jesús). Eso sí, nos dice que al creer en Cristo encontramos la vida eterna. Dios Padre nos da todo, al concedernos que creamos en su Hijo Jesús.
¿Quién no se da cuenta que junto a la Iglesia actual, todavía hay “prosélitos” o sea, hombres de Buena Voluntad que esperan que se les predique un evangelio realmente abierto a todos? ¿Quién no ha experimentado el espíritu cerrado de ciertas comunidades? y, ¡cuántos hombres están dispuestos a escuchar el Evangelio, para los que no hay cabida en nuestras asambleas!