Pablo llevaba el Evangelio de ciudad a ciudad. Cuando se iba, dejaba establecida una comunidad cristiana, confiada a la gracia de Dios: esto no podía evitar las tentaciones y caídas. Los gálatas convertidos a la fe cristiana eran de origen pagano y nunca habían practicado la religión judía. Pero estaban en comunicación con las otras Iglesias y de ellas vinieron estos judíos mal convertidos que, incapaces de enfrentarse con Pablo, se pusieron a predicar luego de su partida. Los gálatas eran gente entusiasta, sencilla; sin embargo, les faltaba la continuidad y la constancia.
Esos perturbadores no negaban los milagros, ni las parábolas de Jesús, ni su resurrección. Pero no entendían que Jesús había venido para salvar por igual a todos los hombres, y que ya no servía la religión judía, ni valía el privilegio de los que habían sido “el” pueblo de Dios. De modo que su predicación no era la Buena Nueva de Jesús para todos los hombres: era otro evangelio.
Un evangelio que no es lo que han recibido. El Evangelio se debe transmitir tal como lo entendieron los apóstoles y tal como lo conserva la Iglesia. Por eso, Pablo demuestra que él no se puso a predicar por su propia determinación sino que fue enviado; y que su predicación está de acuerdo con la doctrina aceptada por la Iglesia; lo que ahora llamamos la Tradición de la Iglesia.