Este texto condena a los magós y adivinos y luego ensalza a los verdaderos profetas.
El pueblo de Dios vive de la palabra de Dios y no solamente de las que están escritas en un libro, sino de las que dice hoy por medio de esos hombres que llamamos profetas. Hay hombres que reciben del Espíritu un don especial para orientar a las personas y a las naciones hacia las verdaderas metas que Dios nos propone.
Que no haya en medio de ti adivinos. Se condenan en igual forma los sacrificios humanos y la magia o el espiritismo. Los adivinos solamente existen entre los paganos que no confían en Dios; por su medio los hombres procuran saber su destino; quieren arrancar los secretos del porvenir de manos de un Dios al que consideran malintencionado. En cambio, los profetas tienen por misión, no de contar lo que pasará sino de indicar con valentía cuál es la voluntad de Dios y qué es lo que debemos reformar(v. Jer 28,1 y Ez 13,1).
Yavé tu Dios hará surgir de en medio de ti un profeta. Este “profeta” significa toda la serie de los profetas que seguirán hablando en Israel, como lo demuestra el final del párrafo (20-22). Sin embargo, Israel esperaba para los tiempos futuros un profeta superior a todos y que dirigiera eficazmente a todo el pueblo como lo había hecho Moisés. Cuando se presentó Juan Bautista, varios le preguntaron, “¿Eres el profeta?” (Juan 1,21), y para los cristianos pareció evidente que Cristo era “el” Profeta (v. Hechos 3,22).