La parte más sagrada del Templo, el Lugar Santísimo, no contenía más que el Arca con las piedras en forma de tablas donde se había firmado la alianza del pueblo con Yavé. Ante esta sala estaba el Lugar Santo, en el que ardían los candeleros sagrados y se quemaban perfumes, además de los doce panes ofrecidos cada semana (v. 1 Sam 21,5). Un vestíbulo completaba la Casa y, alrededor, estaban los patios donde permanecía la gente.
Esta disposición de varias salas que preceden al lugar más sagrado es común a muchas religiones antiguas. Así se daba a entender que el hombre no puede acercarse a Dios sin una debida preparación. Aun cuando Yavé permanece en medio de su pueblo, su misterio queda inaccesible. El hombre “no lo puede ver sin morir” (Is 6), porque es pecador y el pecado no puede mantenerse en la presencia del Santo.
Esa disposición refleja de alguna manera lo que existe en el hombre mismo, verdadero Templo de Dios. En nosotros hay un lugar más íntimo donde está presente Dios (v. Juan 14,23). Cuando Jesús nos pide “encontrar al Padre en el secreto” (Mateo 6,6), no se trata tanto de orar en un lugar apartado como de buscar dentro de nosotros, el Lugar Santísimo donde el Espíritu comunica su manera de sentir.