La primera construcción de Salomón es la Casa de Yavé, o sea, el Templo de Jerusalén, que será contado entre las maravillas del mundo antiguo.
Dios no necesita un Templo, sino que lo necesitan los hombres (v. 2 Sam 7,7). Muchos motivos se mezclan en el deseo que tenían los israelitas de levantar a Yavé un templo más decente que la tienda de campaña donde guardaban el Arca de la Alianza.
– Hay el deseo sincero de honrar a Yavé, dándole una casa que sea la más hermosa de todas. Por eso, el Templo es llamado siempre en la Biblia: la Casa de Yavé.
– Por otra parte, el pueblo quiere manifestar su éxito, y se siente orgulloso de tener un templo que le haga competencia a los de otros pueblos.
– También hay el anhelo de tener algo hermoso que sea como una imagen visible de la gloria de Dios invisible. Los hombres de ese tiempo pensaban que el cielo azul era el piso de otro cielo, el cielo de los cielos, o sea, el cielo invisible donde Dios vivía. Lo mismo, el Templo de Jerusalén era para ellos el pedestal del Templo invisible donde Yavé está en su gloria. Este había prohibido representarlo bajo la figura de criaturas (animal u hombre); pero, al menos se podía adornar la Casa con oro y maderas preciosas.
– Hay por fin la inquietud de tener a Dios presente para que proteja a su pueblo. Al mismo tiempo que Yavé dice no tener otro templo que el universo entero (8,27), desea también que haya un lugar donde esté presente materialmente en medio de su pueblo (Deut 12,5). En Jerusalén, Yavé está “en su santa morada” (Jeremías 25,30) y para defender a su pueblo (Isaías 31,5).
Semejantes en esto a Salomón, los reyes y poderosos de los siglos pasados quisieron adornar las iglesias con oro y plata; pensaron que la Casa de Dios debía ser más hermosa todavía que la suya propia. Respetemos su piedad; pero hoy comprendemos que diferentes criterios rigen la ciudad de Dios y la de los hombres. La riqueza de los templos no nos ayuda siempre a descubrir lo más grande de Dios.