En esos tiempos, la guerra era algo rutinario. Un pueblo no podía subsistir, sino peleando continuamente con los demás. Pelear, matar y ser muerto no era sino una de las manifestaciones de la vida (v. 2 Sam 11,1).
Por una vez, se unen los reyes de Judá e Israel. El relato habla muy diferentemente de los dos. En cuanto a Miqueas no debe confundirse con el otro profeta Miqueas de Morastí (v. Miqueas 1,11). Los reyes se sientan a la puerta de la ciudad. En esos países, la entrada de la ciudad es muy a menudo la puerta de la muralla que cerca el pueblo. Es el lugar donde se reúne la gente como hoy en la plaza. Ahí juzgan los tribunales y se tratan los asuntos; ahí los ancianos se quedan horas, sentados conversando.
El presenta texto quiere enseñar dos cosas:
– La palabra de Dios que condenó a Ajab, se realiza infaliblemente: Las mentiras de los profetas, la estratagema del rey y los acontecimientos imprevistos cooperan entre ellos para que se realice lo enunciado: Ajab muere y los perros lamen su sangre.
– Por otra parte, la oposición entre verdaderos y falsos profetas.
Los profetas son, habitualmente, miembros de unas agrupaciones; contestan las consultas sobre el porvenir y alientan la religión del pueblo. Su profesión es difícil. Pues el que hace de adivino tiene que contestar lo que le pregunten y dar siempre una respuesta que agrade al cliente. Mientras tanto, el Espíritu de Yavé, el único que puede descubrir con certeza el porvenir, habla cuando quiere y muchas veces declara lo que no queremos oír. De ahí que muchos profetas no hablan de parte de Dios.
Lo que él me diga anunciaré. Es característico del verdadero profeta hacer frente a las oposiciones.
He visto el espíritu de los profetas. La visión de Miqueas dice claramente que uno no se debe fiar en los sueños e imaginaciones de su propio espíritu. Tampoco debe creer ciegamente a los que se pretenden inspirados.