Muerto Salomón, se realiza lo anunciado por el profeta Ajías: se divide el reino. El autor destaca la culpabilidad y la insensatez de Roboam. El rey no escuchó al pueblo. Salomón, aislado en su esplendor, tampoco lo había escuchado.
Sin embargo, al separarse los de Israel, pierden el beneficio de las promesas que Dios había hecho a David y que no retiró a sus descendientes aunque equivocados y culpables. El reino del norte, Israel, tendrá años de prosperidad y de su pueblo saldrán grandes profetas: Elías, Eliseo, Oseas. Sin embargo, no habrá continuidad en el trono, y varios usurpadores se apoderarán de él, sin lograr que sus descendientes lo conserven. Mientras tanto, en Judá, los reyes descendientes de David, buenos o malos, se suceden sin interrupción durante cuatro siglos.
San Pablo dice que los hechos del Antiguo Testamento son figuras de lo que pasa con Jesús y su Iglesia (Hebreos 9). Aquí se puede ver una imagen de la división que desgarró más tarde a la única Iglesia de Cristo.
En el siglo XV, la Iglesia se asemejaba a un imperio, con más afán de prestigio que de humilde servicio a Dios. Sus mismos jefes pensaron honrar a Cristo con sus templos magníficos y para costearlos cargaron con impuestos a los creyentes, especialmente en ciertos países que se sentían postergados en la Iglesia. Estos se rebelaron en nombre de un evangelio mejor vivido, y ese fue el comienzo del Protestantismo. Sin embargo, reconocer todo lo bueno que hay en los protestantes y evangélicos no impide ver cómo, después de separarse de los sucesores de los apóstoles, se enfrentan a una serie de divisiones y buscan la unidad de la fe sin lograrla. La Iglesia católica tiene que reconocer sus responsabilidades, pero sabe que cuenta con las promesas de Dios y que ella es el centro donde se reunirán todos algún día (ver Ezeq 16, 52-59 y Salmo 87).