Anotación a 1 Jn 3, 1

      Aquí empieza la segunda parte de la Carta: somos hijos de Dios y debemos vivir como tales. ¿Cómo comprobar que somos hijos de Dios? Con los mismos criterios que ya encontramos: romper con el pecado, guardar el mandamiento del amor, proclamar su fe. Somos llamados hijos de Dios y lo somos de verdad: no es una palabra bonita, es una realidad.
      Seremos semejantes él. En igual forma que lo hace Pablo en 1 Cor 13, Juan afirma que seremos semejantes a Dios al compartir su amor y su conocimiento. Vale para nosotros lo que se manifestó en la Transfiguración de Cristo (Marcos 9): después de la vida sufrida que llevamos como Cristo, el universo descubrirá cuáles son y qué son realmente los hombres hijos de Dios (Rom 8,19).
      Cuando alguien espera de él tal cosa. Un día el Señor preguntaba familiarmente a Santo Tomás de Aquino: “Qué esperas de mí por todos tus servicios?” Él contestó: “Nada, Señor sino a ti mismo”.
      Ya que no esperamos una recompensa inferior a Dios mismo, no hay exigencia de la fe que sea inútil. La vida que tendremos, semejantes a Dios, es cosa tan grande que el sacrificio de Cristo no estaba de más. Por mucho que nos purifiquemos de nuestros pecados y defectos y por más que Dios nos purifique por los medios que él sabe usar con cada uno, nunca pagaremos caro el acceso a nuestra nueva casa.
      Los que han nacido de Dios no pecan. Parece exagerado, pero ser hijos de Dios no es algo de fantasía: realmente hemos empezado una vida en la verdad y en el Amor. Al que tiene esa vida, se le hace imposible cometer el verdadero pecado: negarse decididamente a amar, o a perdonar o a seguir luchando. Un padre no deja que le rapten a su hijo, así Dios no deja que sus hijos vuelvan a ser esclavos del demonio y del pecado. Se lo recordamos y pedimos en el Padre Nuestro: “No nos dejes caer en  tentación”.