Segundo criterio del amor a Dios: cumplir los mandamientos los cuales se resumen en la caridad. ¿Pretendemos acaso conocer a Cristo y ser creyentes? Esto se debe medir según el amor que tenemos a nuestros hermanos. Mandamiento antiguo, es decir, el primero que aprendimos en la Iglesia; mandamiento nuevo porque el mundo debe descubrir continuamente y en nuevos campos lo que puede el amor; cada día el amor ha de ganar nuevas victorias.
Tercer criterio: no amar al mundo. Notemos cómo Juan empieza por alegrarse con sus lectores porque conocen al Padre. No se trata de aborrecer al mundo que Cristo vino a salvar (v. comentario de Juan 3,17). Pero tenemos que reconocer en el mundo una corriente mala que viene del Malo. El mundo, según Juan, es la vida engañosa que protagonizan los hombres cuando dejan de buscar la voluntad del Padre y se oponen a Cristo. En el mundo presente, y también en las personas, dos fuerzas conviven opuestas una a otra: lo que viene del Padre y que no pasará y lo que fue proyectado y deseado por el hombre en los momentos en que olvidaba su condición y dignidad de hijo de Dios: codicia y soberbia que lo llevan a la muerte.
Hay algo más en esto de no amar al mundo. Aunque es bueno todo lo que viene de Dios: la luz del sol, el amor mutuo, lo que sale de la inteligencia y de las manos del hombre, sin embargo, toda la creación no vale nada si la comparamos con Dios.
Mientras consideramos el mundo como el gran regalo que Dios nos hizo y nos sentimos responsables ante Él de su progreso y desarrollo, el mundo es bueno para nosotros. Pero, tan pronto como lo consideramos como cosa nuestra, lo usamos o descuidamos a nuestro antojo, o pretendemos cambiarlo solos por la fuerza, se vuelve nuestro peor enemigo, ídolo que nos esclaviza y campo de rivalidades. El cristiano se compromete en el mundo (primer caso), pero no con el mundo (segundo caso). Guarda su libertad de hijo de Dios, o deja de serlo por amor al mundo.