Pablo nunca utilizó los discursos bien arreglados, y, en los capítulos 12-14, dejará de lado también las manifestaciones milagrosas que causan más impresión que aumento de la caridad. Sin embargo, tiene cosas profundas que decir para los más avanzados en la fe. Hay como dos aspectos de esta “sabiduría” del Espíritu.
Sólo el Espíritu conoce los secretos de Dios. Por una parte, el hombre puede conocer algo de Dios de una manera que es imposible decir en palabras humanas (2 Cor 12,2). Puede saborear lo que Dios ha preparado para quienes lo aman.
Lo que Dios hizo por nosotros. Por otra parte, la sabiduría cristiana nos enseña lo que es el hombre y cuál es el sentido de su vida.
La fe no reemplaza las ciencias humanas. Sin embargo, la fe nos hace ver las cosas con una luz nueva. Nos ayuda a ver a los demás de un modo diferente, nos lleva a una altura que nos permite tener nuevas luces para nuestro actuar diario.
Pablo opone el hombre espiritual y el hombre carnal. No se trata de oponer el cuerpo al alma. Sabemos que en la Biblia la “carne” designa al hombre débil en su naturaleza y pecador frente a Dios. El hombre carnal es el que no se deja instruir y dirigir por el Espíritu de Dios (v. Rom 7,14) y por lo tanto no alcanza la Verdad de Cristo.
Al contrario, el hombre espiritual (que no es necesariamente el hombre intelectual o educado) es el que conoce por experiencia las cosas de Dios. El Espíritu “que conoce lo íntimo de Dios” le da el sentir algo de las riquezas que recibió de Dios y poder expresarlas.
El hombre espiritual puede juzgar de todo y a él nadie lo puede juzgar. El que ve no puede convencer al ciego de que existen colores. Sin embargo, mira al otro para criticado y sabe que no puede ser mirado por él, y por lo tanto no puede ser criticado. Así sucede con el hombre “espiritual” en relación con el hombre “carnal”.